Lo busqué,
no lo encontré.
Le pregunté dónde estaba,
y antes de irse me dijo que no había llegado todavía.
El chico de la sombra de ciprés
toca mi puerta a diario.
Yo la abro, pero no le dejo entrar.
Salgo corriendo y trepo hasta su copa,
donde el movimiento sufre de vértigo.
Cabeza abajo, me cuelgo cual murciélago.
Él me da la mano y me invita a sentarme,
entre sus finas ramas.
Observo la soledad y el privilegio,
y siento miedo de mí misma.
Mis piernas tiemblan.
Y el chico de la sombra de ciprés sonríe,
con los ojos muy negros y muy fijos en los míos.
Pronto no habrá nadie al otro lado,
aunque él aún está.