Cuando al fin había decidido enfrentarse al terrible halcón, enorme, cuya cabeza se asemejaba bastante a una víbora, se despertó, aunque no inmediatamente, pues en un principio el sonido del despertador había logrado introducirse en el sueño, de tal modo que, durante unos instantes, fue causa de engaño y se acopló perfectamente en este, provocando en el ave, inesperadamente, brutales y repetitivos alaridos. pero el efecto no tardó en convertirse en lo que en realidad era; un molesto sonido capaz de taladrar y despertar al sueño.
Así fue como este se desvaneció y Víctor se vio expulsado del bello y remoto escenario de sus hazañas. Abrió pesadamente los ojos y, cuando las imágenes se empezaron a estabilizar, vio que se encontraba en su confortable habitación. Acto seguido, se incorporó como de costumbre y se dirigió al aseo, esquivando en el camino varios harapos esparcidos por el suelo.
Cuando terminó de asearse, casi sin darse cuenta, se quedó parado frente al espejo, observándose fijamente. Una sensación tan abrumadora como desagradable lo envolvió. La verdad es que hacía ya bastante tiempo que no contemplaba su imagen; todos los días veía el resultado de su afeitado, se deshacía de algún pelo impertinente que desfavorecía la línea de sus cejas, pero en esos momentos simplemente observaba, sin razón aparente, el resultado de media vida.
Casi impulsado repentinamente, se dirigió de nuevo a la habitación, y se acercó al lecho donde yacía su esposa. A Víctor le causó aún más impresión que su propio aspecto el de aquella mujer desconocida, que parecía haber estado en esa cama y en esa misma posición durante toda su vida. Pero lo que de verdad llamó la atención del atónito espectador fue la expresión de aquella cara dibujada, de mueca, y por todo ello sintió gran aversión hacia la mujer que reposaba plácida y serenamente.
Como no estaba dispuesto a seguir allí ante tal espectáculo, y un poco temeroso por las extrañas reacciones que este le producía, se dirigió hacia la silla que estaba junto a la ventana en pos de un sitio que pudiera, quizás, ayudarle a soportar la carga de aquellos desequilibrados pensamientos.
La cordura que aún era mantenida fue esfumándose a medida que las ideas fluían dentro de su cabeza; pensó en la empresa de la cual era director, pensó en aquellas mujeres desconocidas a las que, de vez en cuando, acudía para calmar su deseo y que, a su vez, habían robado un poco de este en cada encuentro.
Mientras todas estas meditaciones se iban sucediendo, el día iba despertando de su letargo nocturno. Ni él mismo sabía cuánto tiempo había transcurrido cuando se dispuso a verstirse. Tras esto, cogió el maletín que, a diario, le acompañaba.
A medida que recorría las habitaciones que debía atravesar para abandonar de una vez aquel lugar, su atención era llamada por el curioso orden de todo lo que las ocupaba; tanto sillas, sillones, cuadros, así como pequeñas e inútiles figuras abstractas, parecían querer darle la espalda.
Dirigido por un impulso autómata, salió de casa, y mientras que su cabeza tomaba derroteros insospechados, caminó durante un par de horas, cambiando ligeramente su paso al cruzar alguna calle o al esquivar a algún viandante ya que, aunque en un principio la actividad humana en las calles era nula, dando a la ciudad un deplorable aspecto de maqueta gigante, transcurrido un tiempo, las aceras se vieron obligadas a esconderse bajo un tumulto de gentío y voces.
Decidido ya su destino, tomó un taxi, y enseguida llegó al aeropuerto; un impresionante edificio que Víctor visitaba a menudo. Pero en este caso todo era distinto. Al comprar el billete de salida, se decidió por el vuelo más próximo, y aunque la mujer que le atendió insistió en repetirle varias veces el destino para asegurarse de que era del agrado de aquel extraño individuo, éste no se percató de nada de lo que le pareció descaradamente superfluo.
Aún así, mientras se alejaba, decidió mirar con gran abnegación el lugar de aterrizaje en su billete, pero tan débil era la curiosidad por el destino que la información se disipó en cuanto el papel fue apartado de sus opacos ojos.
Como aún debía esperar algún tiempo antes de embarcar, se sentó en la pequeña fila de bancos acolchados que se encontraba a su derecha pero, nada más hacerlo, reparó en que no había probado bocado desde la tarde anterior, y sintió súbitas ansias de comer. Por suerte, la cafetería estaba a pocos metros del lugar en el que se encontraba; además, el sitio prometía ser más apacible o, por lo menos, evitaría el incómodo intercambio de miradas entre los ocupantes de los enfrentados bancos.
Al cabo de un rato, y cuando Víctor se disponía a salir del lugar para, de una vez, dirigirse hasta la puerta de acceso, puesto que en breve embarcarían, un sonido monótono y desagradable llamó su atención, aunque al principio este lograra camuflarse bajo el tumulto de voces de la cafetería. El sonido procedía de su maletín, y al abrir este, observó que su móvil era el causante de aquel insoportable ruido.
Cuando cogió el teléfono, todos los recuerdos de aquella mañana se desvanecieron. ¿Por qué estaba allí?, se dijo mientras un aluvión de preguntas caían sobre él. No supo dar explicaciones, pero encontró en aquella voz, que pertenecía a su mujer, un alivio para aquel desconcierto. Así fue como aquellos inútiles pensamientos se esfumaron de su cabeza.
Tan pronto salió del aturdimiento, recogió su maletín y, con la confusión de varios recuerdos que se agolpaban sin forma concisa ni sentido, se dirigió hacia casa, esta vez, con paso rápido y seguro.
Y de esta forma despertó de un extraño sueño en el que, por más que quisiera, no encontró jamás sentido.