jueves, 16 de febrero de 2012

Una tarde repentina.

Me despierta una llamada de teléfono. Estoy profundamente dormida por el uso de algunas sustancias gratas la noche anterior. Una voz aguda, de mujer joven, y pautada según estándares muy precisos, me bombardea con datos que, inmediatamente, sin salir de mi sopor, tengo que apuntar... Encuentro un trozo de madera y un lápiz negro de ojos. Una dirección y una hora. Menos mal que la conversación se reduce a eso y no dura ni un minuto.
Duermo de nuevo, la interrupción de sonido agudo se queda en el olvido y se asemeja al roce de una mosca en el brazo, la espantas con la mano y desaparece. Pero... Suena el agudo y fuerte timbre de la puerta en la habitación. Se me abren los ojos, me visto con lo primero que encuentro, a medias, y abro. La persona que entra me informa de que son las 3:05. Mierda, tengo que cambiar la cara como sea, no es mínimamente presentable. Sin lavarme, echo encima una capa extra de maquillaje, que se funde y disimula con el de la noche anterior. Arrastro y restriego el negro rímel de mis ojeras, coloco el pelo y salgo.
En mi drogada tranquilidad, camino sin esfuerzo y sin ganas hasta el lugar de la cita. Por fin llego, algo tarde, por supuesto. Encuentro a varias de las candidatas para el trabajo. Teleoperadora con inglés, media jornada, 5 euros netos la hora, en la loma del orto.
Entrevista que consigo hacer divertida para mí misma.
Salimos de la prueba y charlo con mis compañeras posibles trabajadoras de a 5 euros la hora. Son agradables. Vuelvo al hogar y no siento nada. Sonrío.

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