Me despierta una llamada de teléfono. Estoy profundamente dormida por el uso de algunas sustancias gratas la noche anterior. Una voz aguda, de mujer joven, y pautada según estándares muy precisos, me bombardea con datos que, inmediatamente, sin salir de mi sopor, tengo que apuntar... Encuentro un trozo de madera y un lápiz negro de ojos. Una dirección y una hora. Menos mal que la conversación se reduce a eso y no dura ni un minuto.
Duermo de nuevo, la interrupción de sonido agudo se queda en el olvido y se asemeja al roce de una mosca en el brazo, la espantas con la mano y desaparece. Pero... Suena el agudo y fuerte timbre de la puerta en la habitación. Se me abren los ojos, me visto con lo primero que encuentro, a medias, y abro. La persona que entra me informa de que son las 3:05. Mierda, tengo que cambiar la cara como sea, no es mínimamente presentable. Sin lavarme, echo encima una capa extra de maquillaje, que se funde y disimula con el de la noche anterior. Arrastro y restriego el negro rímel de mis ojeras, coloco el pelo y salgo.
En mi drogada tranquilidad, camino sin esfuerzo y sin ganas hasta el lugar de la cita. Por fin llego, algo tarde, por supuesto. Encuentro a varias de las candidatas para el trabajo. Teleoperadora con inglés, media jornada, 5 euros netos la hora, en la loma del orto.
Entrevista que consigo hacer divertida para mí misma.
Salimos de la prueba y charlo con mis compañeras posibles trabajadoras de a 5 euros la hora. Son agradables. Vuelvo al hogar y no siento nada. Sonrío.
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